Mis viejos


—¿El Tata te enseñó a ponerle la montura al caballo, papi? —me preguntó mi hijo Ariel de 13 años hace unos días mientras ensillaba a Pregonera, una hermosa yegua que el Tata regaló a mis hijos para que compartan con él su amor a los caballos.
—Si mijo, el Tata me enseñó.
—¿Él te enseñó todo lo que sabes?

Hice un rápido viaje mental.
—Creo que todo, mijo —le respondí con honestidad y todavía adentro un siroco de recuerdos potentes. Ariel sonrió y se quedó observando con atención las correas que yo ajustaba a su medida para que pusiera los pies firmes en los estribos.

El Tata es mi viejo y gracias a la curiosidad de Ariel me quedé pensando durante días en toda una lista de cosas que de mis padres he aprendido. Me atrevería a decir que posiblemente son solo unas pocas las que no han llegado a mí por su intermedio... y de esas pocas —de mi propia cosecha— no me siento especialmente orgulloso, por cierto.  Muchas otras no pudieron, los pobres, inculcar en esta limitada maraña neuronal.

No quiero hacer una larga lista que solo para mí resulta especial y trascendente, no quiero terminar usando como pretexto las cosas que digo haber aprendido de mis progenitores, simplemente para poner énfasis público en lo que parecería que son mis virtudes, eso que he leído muchas veces por ahí del tipo “mis viejos me ensañaron valores y principios” lo encuentro siempre como un auto halago muy mal disimulado y muy común por cierto.

Pero si quiero escribir que mi mamá me leía cuentos, mi viejo me subía al caballo, ella me regalaba su tiempo libre para ocuparse de mis dientes torcidos en el dentista y él colgaba un saco de boxeo para mostrarme cómo sacar las manos en caso de necesidad. Ambos me enseñaban canciones como Lejana tierra mía (y se las arreglaron para que yo sintiese una nostalgia por un país que nunca conocí ni, peor, abandoné, retratado en esa canción). Mami siempre fue parte del comité de madres en la escuela y cuando jugaba fútbol en la selección había días en que ella llevaba los refrigerios para todo el equipo, así como otras mamás durante otros partidos. A mi papá el fútbol todavía no le gusta, pero nunca se perdió ninguno de mis juegos. Mamá se caminaba todo un Quito todavía pueblerino en los años ochentas buscando los libros que pedían en el colegio y mi papá nos dibujaba (a mis hermanos y a mí) unas preciosas carátulas en todos los cuadernos.  Mamá me compró mi primer auto nuevo (que cojudamente estrellé contra un bus) y mi viejo me dio una adicional de su tarjeta de crédito pero con la condición de que solamente podría usarla en librerías. Ahí estuvieron cuando me desperté de alguna anestesia y también cuando nacieron mis hijos. Mamita vive preocupada por mis sembríos fracasados (que si fueran suyos ya hubieran ganado algún premio al mejor choclo del año) y papá hace poco me devolvió como nueva mi guitarra, que yo dejé reventada en mi dormitorio de soltero hace 15 años.

Les pido perdón por un recuento que parece ególatra, pero por lo general cada uno de nosotros tiene una lista similar en  la memoria. El tamaño de una muerte se mide en el tamaño de la vida. 

Tengo tres hijos y finalmente entiendo mucho de lo que mis taitas hicieron por nosotros. Pero el nudo no solo es esto de compararse como padre y vivir las mismas circunstancias con los hijos que van creciendo, pues los seres humanos no solo somos papás de alguien. Ellos –mis viejos- consiguieron con éxito transcurrir la vida adulta, mantuvieron una familia unida, un nombre limpio, trabajos y actividades lícitas y productivas, pagaron sus deudas hipotecarias, fueron leales a sus amigos y parientes, generan trabajo para otros, respetan al ser humano, no adoran al poder, cultivaron artes y naturaleza y no se entregaron jamás a la superficialidad ni al egoísmo. Esta lista de conductas, que son aquellas que los relacionaron con la sociedad, son tan difíciles de cumplir como criar adecuadamente a los hijos. Hoy los admiro también por todo eso. A mí me ha costado infinitamente (y he fallado más de una vez) seguir esos ejemplos. Ser un buen ciudadano es tan difícil como ser un buen padre.

A mi edad reconozco con humildad y total sinceridad personal  que todo lo que soy se los debo a ellos y es una causa de rebelión existencial observar que precisamente cuando más necesarios son y cuando más aprecio y respeto lo que tienen por enseñarme más cerca está el día en que tendré que aprender a vivir sin ellos.  En total consecuencia natural, el día de garúa en que me abrazaré destrozado a un disco de tangos o a conversar con un árbol de manzanas, se acerca.  Por esto digo que el tamaño de una muerte se mide en el tamaño de la vida. 

Durante los últimos años, al menos un amigo o amiga de mi generación han perdido uno de sus padres, cada mes, sin exagerar. La mitad de mis primos son huérfanos de alguno de sus padres. (Hace poco murió una linda y querida tía luego de pelear durante años contra un cáncer infernal). No alcanzo a entender cómo ellos  han podido seguir enfrentando la vida sin sus viejos. Es algo a lo que yo me niego.  La vida, incluso cuando observa la cronología, es una grandísima puta, una estafa mayor, una falacia miserable que ha debido ser “explicada” y amortiguada con más de una fábula religiosa.  Hemos inventado nada menos que a dios por culpa de la muerte.

Mi madre detesta que yo utilice malas palabras y me da ágiles sopapos en la boca cuando suelto patanadas, pero yo que la vi enterrar a sus papás, sé que en el fondo ella estará de acuerdo conmigo en el párrafo anterior. Mi viejo, ni se diga, con él aprendí a llorar como hombre cuando murió su mamá. Y lloramos juntos cuando se fue mi abuelo Oswaldo.

Papá todavía me lleva donde su sastre y me hace trajes a la medida con la ilusión intacta de ver a su hijo convertido en adulto (cada vez le sale más caro, porque por alguna razón me va creciendo la cintura). Cada vez que me propone un viaje donde el Maestro Cristóbal, recuerdo “El olvido que seremos” el libro maravilloso de Héctor Abad Facciolince, cuando explica que su padre sostenía que mientras más evolucionada es una especie, más tiempo cuida de sus hijos. Y aunque hay cosas que ya (finalmente) no necesito, como ayuda para pagar una cuenta de hospital, por ejemplo, la última factura la pagó él mientras a mí me sacaban la aguja del suero. Nos parecemos tanto que yo se mucho más de él gracias a mi espejo que al suyo.

Más allá de los temas profesionales, son mucho menores las destrezas que se logran entre los veinte y los cuarenta años, que en las primeras dos décadas de vida, me parece.  No obstante la vida se va complicando geométricamente y a veces siento que peleo el título mundial peso pesado siendo un peso mosca. La vida se me aparece a veces como un contendor tan grande que tengo que salir corriendo a buscar a mis viejos para que me defiendan, como cuando “sacábamos un coteja” en alguna pelea en la escuela. No estoy listo para el futuro, yo se que nunca podré ser un huérfano solvente.

Seguramente esto le ocurre a la mayoría, pero yo jamás sentí, ni acaso noté en mi niñez, que mis viejos peleaban también sus propias peleas por el título mundial. Nunca fueron débiles, timoratos, ni se hicieron los giles ante sus más mínimas obligaciones. Hasta la presente fecha absolutamente NADA han necesitado de mí, salvo mi presencia que les gusta porque me quieren. Yo me pregunto si mis hijos sentirán la misma tranquilidad conmigo en sus respectivas esquinas del ring, que yo con mis viejos. Lo dudo.

Estamos mal diseñados para la época que vivimos. Generar espermas u óvulos a los 14 años es tan ridículo y estúpido como entender a tus viejos cuando eres ya un viejo también. Cada tanto siento ardiéndome en el alma la mala cara que le puse a mi papito cuando al cumplir doce años me regaló la bicicleta que yo no quería, y a veces trato de arrancarme el corazón cuando recuerdo que mientras bailaba el vals por mi graduación del colegio con mi hermosa mamá, me apuré en terminar el baile para irme rápido con una fea enamorada que me había dejado ver una teta. Grandísimo cabrón de mí. 

El tiempo es la espada y la muerte la pared. Me desespero pese a que mis taitas están aún sanos, fuertes y lúcidos como un mediodía de verano. Los veo, los escucho por teléfono o alrededor de la mesa y quisiera decirles que trato de vivir mi vida de la mejor forma posible para ser digno de lo que son y siempre han sido. Yo se que esto les ocurre o les ha ocurrido a la mayoría de quienes leen estas palabras, y asumo que si están atravesando una circunstancia similar a la mía, entenderán los terrores que aparecen en esta edad que linda con la orfandad sencillamente por causas naturales en el mejor de los casos.

Ariel, presiento, disfrutará más de Pregonera que sus hermanos. Puedo colocar la montura para que él tenga seguridad y además sé qué decirle en caso de que sufra una caída (mi papá me lo dijo alguna vez, claro está). Para los tres tengo algunas respuestas. Para mis padres –para quienes van dedicados mis pocos actos honorables - todavía y siempre muchas preguntas.


Mis viejos Mis viejos Reviewed by RLN on 15:00 Rating: 5

No hay comentarios:

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

Con la tecnología de Blogger.