O el tacto rectal de la vida….
Meses antes y
años después de cumplir 40 años me he
comportado y sentido como un condenado a muerte. No le temo al infierno,
ni a otra forma de castigo post mortem y eterno, así que no sentí el deseo de
pedir perdón por mis pecados, sino todo lo contrario. Comencé a arrepentirme de
las cosas que no hice, de las infracciones que no cometí, del tiempo perdido,
de ser solo una persona tratando de ser varias sin haberlo conseguido. Quise
desvanecerme, me importó muy poco la opinión alentadora del resto y me convertí en mi peor
crítico, lo cual es muy grave y anti natura porque si algo nos caracteriza a
los seres humanos es nuestra inmediata voluntad por convertirnos en nuestros
propios cómplices y encubridores. Con decirles que hasta me siento feo, yo que
siempre fui tan guapo.
Inicié una corta y
veloz carrera hacia una forma de locura, pero no caí en el lugar común de
varios cuarentones de comprarme un deportivo y conseguir una amante de veinte
años. Lo primero porque no tengo plata y
lo segundo porque no tengo plata. Así,
me vi rodeado de derrotas, cuestionamientos y muros y violé un par de
principios del Arte de la Guerra de Sun Tzu: “Hay que dejarle una salida a un
ejército rodeado…”, “No presiones a un enemigo desesperado…” Vale decir que en
esta particular guerra el enemigo es uno mismo, y durante meses no me permití
escape alguno. Es terriblemente eficiente el daño que uno mismo se inflinge.
Ser el propio enemigo tiene una eficiente crueldad pues no hay dónde escapar.
Es como masturbarse con un guante de lija. Y repetir a la media hora.
Me he convertido
en un ser insoportable, irritable y
sufridor. Antes no era mucho mejor, pero
al menos mi inconformidad se limitaba hacia todo lo que no fuera yo. Ahora, el bicho
más inútil, derrochador y desmejorado que encuentro en la Tierra soy yo. En mi calidad de implacable enemigo de mi
mismo he reaccionado con una actitud que antes nunca tuve: Me he puesto a
pensar. A meditar. A analizar. A revivir y repetir el video de mi vida como
esos prolijos investigadores de la series de
televisión revisan y repiten
despacio, muy despacio cuadro por cuadro la película de la tragedia hasta
encontrar el motivo de la explosión, o del desastre.
Las teorías –propias
y ajenas- sobre la existencia, la vida y el tiempo, empezaron a asaltar mi mente, algunas
entraron para quedarse unos instantes y otras unos días. Pero recuerdo una que
empecé a desarrollar y hasta traté de verificarla con información histórica, antropológica
y médica. Esta teoría la bauticé como:
“El tiempo extra”. Por “extra” no me
refiero a un bono feliz, ni a un regalo. Me refiero a un saldo inservible, a
una gula del tiempo
Estas son las
premisas de la teoría “el tiempo
extra”:
El ser humano de
hoy es fisiológicamente idéntico en casi el 100% al homo sapiens sapiens que
apareció hace unos 200.000 años. Toda vez que se necesitan posiblemente
millones de años para encontrar una diferencia significativa ente una y otra
manifestación evolutiva previa a nosotros, no es posible establecer una fecha
exacta para tal o cual acontecimiento evolutivo. No es posible, por ejemplo,
sostener “el 13 de abril del año 50 034 675 AC se nos cayó el rabo”. Vemos las
fotos de los seres que nos precedieron y nos parece que es fácil marcar una
frontera en el tiempo entre uno y otro, pero no. A veces esa frontera ni
siquiera parece existir. Tengo conocidos con la descomunal jeta de un
australopitecus para probarlo. Conozco
gente que vive y actúa como un cavernario. El simple y tan aparentemente normal
asunto de asesinar animales por placer o para comer es una señal de que
seguimos siendo aquellos que alguna vez (hace miles y miles de años)
competíamos en igualdad de condiciones con otros seres vivos, para ver quién se
comía a quién.
En algún instante
de la historia aparece la ciencia y de forma ajena a la velocidad de la
evolución, el hombre da unos saltos veloces y enormes gracias a la tecnología y
al conocimiento de varias disciplinas vinculadas a la salud, y así quienes
antes vivían un máximo de 40 años, hoy viven 80. El ser humano evolucionó (durante millones de
años) para reproducirse a los 14 años por alguna razón de supervivencia de la
especie que hoy es innecesaria. A nadie le parecerá normal actuar acorde a la
naturaleza y permitir que sus hijos empiecen a tener hijos por el simple hecho
de que su cuerpo ya se los permite. Esto fue lógico (desde el punto de vista de
la supervivencia de la especie) cuando moríamos a los 30, pero no en los días
presentes. Ahí tienen una imagen de cómo
la naturaleza humana ya no va en concordancia con su civilización.
Esos segundos 40
años que nos ha regalado la vertiginosa ciencia son el tiempo extra que
constituyen la base primordial de mi teoría y de mis preocupaciones más
existencialistas de estos meses. La ciencia incluso ha roto mi destino natural
de morirme a los 17 años con una apendicitis que fue resuelta de forma simple
en media hora de operación quirúrgica.
El ser humano
tiene tres “dimensiones”, la física (músculos, huesos, nervios y demás
víceras), la mental (neuronas y todo lo
que cabe dentro del cráneo), y esa dimensión tan fácil de sentir y difícil de
definir que muchos conocen como “alma”, y algunos los poetas como el “corazón”. Pasados los cuarenta años empiezan los achaques
que en el área física se resuelven con pastillas y otros negocios, y en el área
mental con pastillas y otros negocios. No es ilógico pensar que en el alma se
generan achaques, calcificaciones, roturas, debilidades. Hay también –me
parece- que tenemos una zona espiritual
desarrollada durante milenios que no estaba lista para que le hagan vivir el
doble de un sopetón. ¡Mierda!
Es probable que el
equilibrio natural se haya perdido
cuando un proceso de millones de años se alteró en un par de cientos. Ustedes
saben que millones y millones de dólares no son lo mismo que un par de cientos
de dólares. Que millones y millones de kilogramos no son lo mismo que un par de
cientos de kilogramos. Y resulta que los últimos dos siglos han podido alterar en una magnitud
casi completa a los anteriores millones de años. Algo en alguna parte de nuestra existencia
debe estar tambaleándose, como se tambalearía la física si doscientos kilos
pesaran más que millones de kilos. O como se tambalearía quienquiera tratando
de comprar más bienes y servicios con doscientos dólares que con millones de
los mismos verdes representantes de dios sobre la tierra.
No digo que el ser
humano ha dejado de evolucionar, ni que su cambio se ha detenido en un punto
determinado. Lo que digo es que hemos alterado la velocidad de nuestros
cambios, así como se vuelve cenizas el medio ambiente cuando talas en pocos
meses selvas que necesitaron siglos para aparecer. Algo está roto en el orden
natural y la crisis de los 40 años es una de las manifestaciones de este
trastorno. Yo siento que muy adentro, en alguna molécula de nuestro organismo
esperábamos morir antes de llegar al cuarto piso y esa misma molécula es la que
se encarga de ir a joder y a preguntar a
las otras moléculas qué diablos piensan hacer con el tiempo que falta y para el
cual ella –al menos- no estaba preparada.
Estos siguientes
40 o 50 probables años que me esperan no estaban en el mapa original de mi
proceso evolutivo, porque –como ya dije- en un siglo de ciencias médicas se han
tirado para el carajo millones de años de minúsculos cambios y adaptaciones.
Este tiempo extra, estos segundos cuarenta años, no pueden ser ocupados en
actividades intensas y emocionantes como los primeros: un primer beso, un
primer polvo, una primera borrachera, un primer amor, un primer auto, viaje,
mar, montaña, o al estilo de nuestros idénticos antepasados: ir a la guerra,
cazar un mamut, morirse de diarrea o sumergido en un charco de arena movediza.
A veces me
pregunto porqué la gente adora la historia de Romeo y Julieta. No es romántico,
ni maravilloso un amor de niños que se matan y sazonada la historia con algunos
muertos adicionales. Pero gusta, seduce, ha trascendido los siglos y debe ser
porque en el fondo los seres humanos SABEMOS que solo en esas épocas de niñez
inocente y juvenil arrojo se puede vivir con la intensidad de un big bang
personal. Y hay que morirse en ese momento, porque si Romeo y Julieta se
casaban, probablemente en pocos años se hubieran odiado, pues si cuando los
suegros se llevan bien es difícil peor con los Montescos y los Capuletos de por
medio.
Medicina casi
milagrosa de por medio, sin actividades
de caza, sin guerras, ni ganas de enfrascarse en pelea alguna, es bastante
probable que me esperen 40 años más y no doy con una puta forma de rellenar ese
tiempo extra sin volverme loco. Hay circunstancias civilizadas y productos de
los convenios sociales como ver crecer a los hijos y a los nietos, y sin duda
son una maravilla incomparable, pero no dejan de ser elementos ajenos a todo lo
anterior.
Ahora, ¿cómo es
que se manifiesta esto de caminar hacia la silla eléctrica de las cuatro
décadas? CON DESESPERACION es la respuesta. Una larga desesperación de algunos
meses adobada con recuerdos y
situaciones en apariencia aisladas pero con un denominador evidentemente único:
la edad. Una desesperación que fue
cayendo con los años, como un incendio que se fue apagando pero que ha dejado
mucho carbón para ser analizado.
Cuarenta y veinte
cantaba el Príncipe de la canción José José, en 1992. Y recuerdo esa sensación
morbosa de imaginar a un viejo sucio barrigón seduciendo con sus millones a una
guapa e ingenua señorita que bien podría ser mi compañera de aula. Dos décadas después soy ese viejo barrigón,
pero sin los millones.
Las señales de
envejecimiento fueron apareciendo al inicio con sorpresa y luego a cada rato,
así como aparecen los videos pornos de las famosas. Hace un par de años un
compañero de facultad fue nombrado Notario del Cantón Quito, luego otros y
otras personas de mi generación fueron llegando a jueces, fiscales, ministros.
Cargos todos estos que recuerdo solían pertenecer a venerables caballeros a los
cuales observábamos con respeto y a veces hasta con miedo. Poco tiempo atrás durante las elecciones
presidenciales en Ecuador, aparecieron dos candidatos que habían sido mis
compañeros de aula, ¡incluso uno era menor que yo! El presidente actual, digamos, pertenece a
mi generación y una de las peores cosas
de llegar a mi edad es que ya no tengo a qué generación echar la culpa de las
tragedias del país. Antes veía a mi padre hablar de los errores de los
contemporáneos de mi abuelo, luego yo tuve el gusto de hacer lo mismo con la
generación de mi viejo. Ahora, pues
ahora solo me queda el rivotril. ¡El
actual alcalde de mi ciudad es menor que yo LPM!
Hoy mi vida ya
puede dividirse en décadas, en lustros, en largas temporadas, como se divide la
historia de la humanidad entre edad media, renacimiento, modernidad, etc. Mis primeros veinticinco años hoy los
recuerdo como maravillosos, aunque se que odiaba profundamente, con
desesperación y llanto ir a clases. Los últimos quince años he sido abogado,
los últimos diez he sido deudor hipotecario y tarjetahabiente. Los últimos tres
años me he ido recuperando de haber cumplido 40 a fuerza de pastillas, pruebas
y errores, apuestas y hasta un poco de amor propio.
Hace poco más de
una década celebraba el haber encontrado finalmente mi lugar en este mundo,
luego de abandonar una laberíntica vida dedicada a los bares para convertirme
en el cavernícola responsable de mi cueva. Hace tres ese lugar seguro se esfumó sobre un pastel de
chocolate con los número 4 y 0 disfrazados de velas. Ese espacio seguro existe pero no es el
mismo, la sensación es como tener un ticket de avión con un número que no
consta en ninguna fila de los asientos.
Hay días en que ni el avión aparece. Otros ni el aeropuerto. Incluso
desaparece el deseo de viajar.
“Dejar de ser”
sería la mejor manera de describir esta edad traidora donde no eres ni has sido
lo que extrañas haber sido. La juventud no es la fuerza muscular sino la capacidad infinita de creernos fuertes. O
guapos.
En resumen: a mi
edad ni siquiera eres lo que quedó de aquello que probablemente nunca fuiste.
No saben cuánto me duele ahora sí, la certeza de que jamás de los jamases
jugaré un partido de fútbol con la selección de mi país en un mundial, cosa que
hasta hace dos años creía muy remota, pero posible. La vida tienen un
componente de ficción, de auto engaño que hacen que todo sea más llevadero.
Soñar despiertos, imaginarse con ilusión ciertos milagrosos sucesos es parte de
la cotidianidad. Imaginar un estadio repleto no es del todo chiflado, hasta que
tienes la edad en que casi todos tus ídolos se han retirado. Entonces sabes que
incluso el sueño sensacional de jugar un mundial, además de imposible, es
ridículo y hasta fisiológicamente incoherente.
A partir de los cuarenta uno ya no tiene sueños por cumplir sino
arrepentimientos o frustraciones.
Quedan plazos en
lugar de quimeras.
LA CRISIS DE LOS 40
Reviewed by RLN
on
10:36
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