Son las tres de la mañana y el sonido potente del mar
me ha recordado el título de la canción El
mar no cesa, de los Héroes del Silencio. Es una observación real: las olas
de agua burbujeante vienen una tras otra, así como sus sonidos. En este quinto piso,
seguramente empujado el ruido por el viento, el mar parece a punto de meterse
por el balcón.
Mi hijo mayor está de fiesta con sus amigos por algún
lado de esta playa arenosa y semialumbrada. Es la primera vez que le hemos
soltado la cuerda para algo como esto. Me ha llamado desde las 12 desde
teléfonos diferentes, pues el suyo se ha quedado sin batería y el de otro amigo
se ha caído al mar. La llamada de las tres de la mañana todavía no llega. No
escucho sirenas ni gritos. Atrás del bramido del océano se distingue una música
saltarina que no logro identificar desde dónde viene. Le pedí mil veces a mi
hijo que no entrara a las olas.
Veo pequeños grupos de personas corriendo por la
arena. Me sorprende que tengan energía para seguir a ese ritmo hasta estas
horas. Deben ser jóvenes y más de uno ha entrado a la olas de un mar que ya
anunció aguajes y turbulencias. A mí la espalda me está dando malas horas. Y
seguramente me duele porque he cambiado —sudando y resoplando— la llanta baja
de mi carro que amaneció muerta. Justo al frente de mi balcón un hombre de
camisa roja camina hacia el mar. Va solo. En él me detengo morbosamente. Sería
muy aburrido si se moja hasta las pantorrillas y se regresa. Debería ir con el
corazón reventado y cantando Alfonsina y
el mar. El amor es otra ola a la que entras en solitario.
Y el mar no cesa. Hace la de Mahoma y la montaña: si
no entras a las olas, las olas entran en ti. A una hora diferente, con un par
de tazas de café en el organismo, seguramente podría pensar algo profundo para
relacionar al mar con la vida, con el paso de los años, con el miedo y la
distancia.
Mis hijos menores duermen. Hace varias horas el más
pequeño ha entrado al mar tomado de mi mano y el otro ya no me ha buscado para
hacerlo. Uno siempre entra a las olas completamente solo, salvo cuando va de la
mano de alguno de sus padres. Ahí el mar parece un juego, un baño de espuma
incansable. Pero después la cosa cambia. Entras sabiendo que si te jala no
debes luchar para salir porque te matará del cansancio, y que lo mejor es
tratar de flotar de espaldas hasta que se aburra de ti y te deposite en tierra
a pocos kilómetros de donde empezaste. O entras sabiendo que, si el sistema de
alcantarillado no es de lo mejor, posiblemente estés nadando en mierda. O nadas
tratando de olvidarte de las medusas venenosas, los tiburones despistados y los
choros listos para llevarse tu ropa en la orilla.
Tres y cincuenta. Papi, ya estamos abajo. Al carajo el
mar. Les digo que se laven la arena de los pies. Acomodo los colchones para los
amigos. Se duermen en cinco segundos y dejo encendido el ventilador del techo.
Pese a la parcial incomodidad, mañana no les dolerá la espalda.
Mi
hijo descansa por fin en la cama. Y por todas las ventanas entra el mar con su
incesante canto de loco. Quiero pensar que me está felicitando por los críos.
Prefiero eso a otro tipo de mensaje. Más tarde volveremos al juego. Él siempre
viene solo. Nosotros también.
Entrar a las olas
Reviewed by RLN
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14:35
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