Qué
inspirador fue leer a Jorge Ortiz en su última obra publicada que se titula
Historias del Mundo. Inspirador y útil, pues cuando Jorge citó a Peter Watson y
su mega obra “IDEAS: Historia Intelectual de la Humanidad”, me recordó que
tenía ese libro estudiado parcialmente y abandonado sin justificación.
Ambos
me han llevado a reencontrarme con una de mis más recurrentes preguntas
filosóficas. ¿Por qué nos aferramos tanto a lo poco que aprendemos? ¿Por qué
elevamos a dogma cualquier idea que nos hace sentir cómodos?
Se
supone que somos una especie superior, elevada neuronalmente, capaz de observar
el fin del Universo y hasta de “crear” hidrógeno metálico. Una especie de vasta
inteligencia y capacidad de adaptación, y sin embargo, nos caracterizamos por
abalanzarnos hacia un dogma o una ideología como Freddy Ehlers cuando ve una hamaca.
Ahora,
haciendo un esfuerzo, quiero ser empático con los seres humanos y trato de
entender –o al menos explicarme sin aceptarlo como correcto- esa tendencia al
amor apasionado por lo poco que llegamos a meternos en el cerebro. Y concluyo en que
la explicación está en que hemos caminado sin rumbo por una pequeña eternidad.
Iniciemos
con el dato, muy estudiado a partir de evidencias, de que nuestros antepasados ya
elaboraban herramientas hace más de un millón de años.
Y a
partir de esta cifra, imaginémonos nómadas y asustados. Con hambre, frío, sueño
y pánico las 24 horas del día, todos los días de la vida. Sin controlar el
fuego aún, cazando los animales que se podían, comiendo con urgencia las pocas
plantas que eran comestibles para esos seres que despacito se fueron
convirtiendo en nosotros. La lluvia, el
invierno, el calor, la sed y el agua tan sucia. La muerte como azote
incomprensible, los terremotos y erupciones que hasta ahora nos hacen llorar de
terror.
Imaginémonos
cientos de miles de años de errar por un territorio siempre nuevo y tan
desconocido como desconcertante. Sin saber si en las siguientes horas –ni
siquiera días- tendríamos algo para comer o un hueco para escondernos. Un pánico solo comparable con el deseo de
sobrevivir y hacer el amor (hasta con las hermanas, según análisis de ADN de
algunos huesos muy antiguos).
Y
ese desplazamiento de hombres y mujeres que, con suerte, morían de viejos a los
veinte años no podía ser más lento. Entre los vestigios humanos hallados en
Alaska y los de la Patagonia hay más de mil años de diferencia. ¿Cuántas
generaciones caben en mil años? Muchísimas más de las que cualquier amante de
la genealogía –real o imaginaria- aspiraría a desentrañar en su pasado. Si varios de ustedes se quieren lanzar del
palo mayor solo porque se fue al carajo una costumbre de no más de 60 años de
festejar la “fundación” de Quito cada 6 de diciembre, podrán suponer lo que
implican miles de años en las conciencias humanas.
¿Cuándo
empezamos a dejar de ser nómadas repletos de incertidumbres e iniciamos un
lento proceso para convertirnos en seres sedentarios? Peter Watson resume en su
libro que “la domesticación de las plantas y animales tuvo lugar en algún
momento hace entre 14.000 y 6.500 años”.
Nos
tomó casi un millón de años evolucionar en la especie actual y recién empezamos
a quedarnos en un mismo territorio hace diez mil aproximadamente. Es una
cantidad de tiempo difícil de comprender para nosotros acostumbrados a creer
que el mundo empezó y se acabará en nuestro propio tiempo. Por este egoísmo ignorante es que, por
ejemplo, una candidata a la presidencia ha dicho en una entrevista que el
matrimonio igualitario no es necesario, pues se nota que para ella es
suficiente con que la mujer pueda votar y hasta ser candidata, asunto que antes
era prohibido.
Sembrar
implicó algunas iniciales comodidades. Y
tener unas pocas especies de animales a
nuestro servicio como transporte, alimento y protección, también. ¿Quién en su sano juicio preferiría vagar por
el mundo en una búsqueda no garantizada de lo más básico para sobrevivir, a
asentarse bajo un techito, para cuidar unas plantas y unos gentiles animalitos
que nos proveerían de lo mismo? Todas estas sensaciones, las más profundas
emociones, arraigadas por crueles y angustiosas experiencias, durante miles y
miles de años, nos hizo preferir la comodidad y la certidumbre como reacción
lógica al vacío y al temor. Tiene
sentido.
No
podemos olvidar desde dónde hemos llegado, lamentablemente. Nos cuesta
demasiado alejarnos de las cavernas dónde nació nuestro cerebro. Cargamos
primitivas reacciones que vienen desde lo más hondo de nuestra historia, que
yacen despiertas en nuestros sistemas límbicos. Así como el instinto nos alienta
a caminar erguidos, también nos conduce a escapar de las dudas y de las
incertidumbres. Y en vista de que cualquier cojudo camina o llega a odiar a
otros por sus ideas, estas dos acciones no son prueba de inteligencia, sino de la
activación de un instinto rematadamente básico.
Sabemos
que se ha definido al instinto como una acción o sentimiento irracional que
experimentamos de forma inconsciente. Creo que ya debemos entender que no somos
esa especie débil e ignorante que precisaba con urgencia de certezas hace un
millón de años o hace cincuenta mil. Hoy nos corresponde convocar a la duda más
que nunca, acoger a la incertidumbre como el regalo intelectual que es, y que
ha permitido que poquitos seres humanos en cada siglo nos hayan conducido a la
modernidad. Abrir la mente a otras
posibilidades, diferenciar lo que es un hecho de lo que es una creencia no es
tan terrible como luchar con un Mamut, por favor.
Dicho esto, la próxima vez que quieran aferrarse a una idea o
dogma como un Jambato a su hembra, no quiero que piensen que están equivocados.
Pero con que sospechen de que se trata de una reacción irracional que alimenta
su sensación de comodidad y certeza, y no de una verdad absoluta que deben
defender como hace cien mil años un homo erectus defendió un pedazo de carroña,
habrán dado un poco más de sentido a toda esta pequeña eternidad que nos ha
tocado ocupar.
Una pequeña eternidad
Reviewed by RLN
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