EL VIDEO CLIP (CUENTO TECNOCUMBIERO DE TERROR)

Suelo creer que porque veo a otros haciendo algo, yo también podré hacerlo. Los lunes, por ejemplo, amanezco pensando que sería un mejor árbitro de fútbol que aquel que pitó el clásico, y que en lugar de provocar que el estadio completo corease un largo hijueputa, mocionaría mi nombre para Presidente de la República. Y a veces también creo que podría ser mejor presidente.
En fin, por esta idea mía de creerme navaja suiza, me metí de productor de grupos de tecnocumbia. Se suponía que sería un gran negocio, que el mercado pese a tener una oferta salvaje todavía tenía algo qué ofrecer. Que el mal gusto –sino que lo diga Arjona- es más grande que el infinito. Que nunca sufriría los estragos de la piratería, porque yo mismo piratearía mis propios discos. Y mil razones de galopante optimismo empresarial.
Con un anuncio pegado en varios postes de alumbrado público, hice saber a damas agraciadas de entre 18 y 25 años que buscaba talentos para formar un grupo de tecnocumbia con proyección interparroquial. Cuando pegaba los anuncios en los postes casi me muerde un perro, hacía sol, olía a humo de bus viejo, me dio hambre y caminé al menos cuatro kilómetros por la avenida Diez de Agosto.
No tuve que esperar mucho para que mi celular empezara a sonar. Recibí cuarenta llamadas, quince de las cuales eran de mujeres interesadas en unirse a mi grupo musical. Las otras veinticinco llamadas son como para otro cuento. Y también de terror. Fui convocando a todas la interesadas para que asistan a un casting tres días más tarde en mi oficina. Once de la mañana le dije a todas.
Tres días más tarde pasé comprando muy temprano esas colas que vienen en unas botellotas que parecen de de 17 litros, papas fritas y vasos de plástico y me senté a esperar. A las once en punto el guardia de mi edificio me timbró y con una voz repleta de rencor me dijo que en la planta baja se encontraban al menos cuatrocientas mujeres que hacían una fila que daba a vuelta a la manzana y que pugnaban por hablar conmigo. “Todas está bien feas” me dijo cuando se lo pregunté.
Me asomé por la ventana y verifiqué que el reporte del guardia era cierto. Eran cientos de mujeres. Cada una tenía un color de pelo distinto. Subí la mirada y me topé con el volcán Pichincha que parecía reírse de mí. No le dije nada porque es mucho más grande. Y verde además. Pensé con desesperación cómo librarme de tanta futura estrella. Yo estaba listo para recibir a quince y como mucho a unas veinte para de ahí escoger las cinco mejorcitas. Pero nunca cuatrocientas.
Se me ocurrió un primer cedazo a los pocos minutos justo cuando el guardia, al borde de la cólera asesina, volvió a timbrar. Le pedí que sea todo un hombre y saliera a la calle con veinte papeles numerados del uno al veinte. Que desechara todas las mujeres que no llegasen al metro cuarenta de estatura como primera forma de selección. Que ignorara a todas las que estén extremadamente gordas. Y que usando su muy apreciable gusto por las mujeres entregase un papel a cada una de las veinte chicas que le parecieran las más ricas de la fila.
A los treinta minutos el muy bestia envió a mi oficina setenta y cinco aspirantes. Timbré para reclamarle, y me explicó que le cuesta mucho negarse a las súplicas de una mujer, y que por favor le de un chance a la 35 porque resultó ser su prima.
¿Qué más podía hacer ya en ese punto de mi vida de productor, sino ingresarlas en grupos de cinco y ponerlas a cantar de la misma forma en que lo hacen en los programas de televisión? Claro, pero no lo hice. Agarré cinco caramelos del cajón de mi escritorio y dije “se quedan las que agarren los caramelos”. Los lancé y debí haber filmado la escena.
Aquello fue una guerra civil, una bronca de barras bravas, una orgía de caníbales sadomasoquistas. Volaron aretes con sus orejas correspondientes. Rompieron los pocos muebles que había colocado, dos de ellas cayeron sobre el escritorio, nunca escuché tantos gritos, maldiciones, súplicas ni groserías. Debo haber visto unas treinta tetas saltar de sus apretadas camisetas, más de un hilo dental debajo de la correspondiente mini falda. Hasta un diente miré salir volando como un cometa amarillo que se estrelló en la pared. Pocos minutos después, sudorosas y jadeantes las cinco sobrevivientes, con su respectivo caramelo llegaron victoriosas dispuestas a cantar.
Todas las demás salieron de mi oficina y luego del edificio como pude constatar desde la ventana, salvo seis o siete permanecieron sentadas afuera esperando algún tipo de milagro. Con preocupación noté que las de afuera estaban más presentables que las de adentro. Las hice volver y me llenaron de agradecimientos y vítores. Con tanta pechuga aplastándose contra mi cara, debo confesar que un poco se me paró.
Organicé a las once y de una en una cantaron su canción favorita moviéndose lo más sexy que pudieron. Por mi les eliminaba a todas, pero ya no podía perder más tiempo ni quería pasar por la misma estampida de lentejuelas y celulitis.
Me quedé con cinco. Las otras lloraron y cuatro me insultaron por no respetar el derecho ganado con el sudor del caramelo. Tímidamente una de ellas me preguntó por el nombre del grupo. Le contesté que se llamarían “Las Puertas Afuera”. Hicieron silencio mirándose entre ellas y la más vivaracha comentó irónica que su idea había sido cambiar de actividad. Todas rieron en coro. Éramos una bella familia.
Les entregué un CD con la canción que debían cantar. Otro CD con un video de una coreografía que íbamos a plagiar. Y les pedí que se pongan de acuerdo en un vestuario que sea sensual, brilloso y lo más barato posible. Quedamos en reencontrarnos dos semanas más tarde en la Plaza Grande, lugar donde filmaríamos el video correspondiente.
Por mi parte hice un avance en efectivo de la tarjeta de crédito para pagar el alquiler de una cámara de video, unas luces, unos sánduches “Don Soto”, y contraté una maquilladora. Cuando caminaba hacia el banco iba tarareando la canción que nos volvería famosos. Aguanté en la fila del cajero automático, cuando me llegó el turno hice lo que tenía que hacer. Salí con la plata escondida en el bolsillo interno de mi chompa. Había un fuerte sol adobado con vientos esporádicos. Un policía iba pegando multas en los carros mal estacionados. Una niña vendía lotería. Los árboles perdían sus hojas secas y la vida se ofrecía perfecta para invertir en el mundo musical.
Llegó el día que esperé con ansias. Lizbeth, Mariuxi, Cielo y Evelyn llegaron a tiempo. Aunque Lizbeth tenía un ojo morado y la maquilladora se gastó toda la base tratando de taparle el puñete que le había pegado el enamorado por meterse de cantante. Le prometí llevarla luego a la comisaría de la mujer para la denuncia correspondiente, pero ella declinó la oferta porque no quería que él se enoje.
Cielo –la más rescatable- se vistió con el traje que ellas escogieron en un baño del Palacio Arzobispal y salió a la Plaza con todas sus carnes muy bien equilibradas causando gran barullo y alegría entre los concurrentes. Yo celebré el diseño escogido y pensé que todo iba muy bien. De pronto Mariuxi se me acercó y me dijo que la Xime no iba a venir y que mejor pensemos en un reemplazo porque justo el día anterior le había salido la visa para irse a España.
La maquilladora se cansó de intentar taparle el ojo morado de Lizbeth y se insultaron con tanta precisión y volumen que llegaron dos policías municipales y se las llevaron por escándalo en la vía pública. Con verdadera desesperación observada mi quinteto convertirse en un trío.
Mientras los técnicos de las luces instalaban los focos, fuimos a una banca a comernos los sánduches, para calmar el hambre y el ánimo exaltado de los que íbamos quedando. Evelyn, Cielo y Mariuxi tenían una química evidente. Agarraron el maquillaje que dejó en el suelo la maquilladora y empezaron a arreglarse entre ellas, parecían una fila de monos sacándose los piojos. Comieron muy contentas y rieron. Incluso Cielo me coqueteó un poco, cosa que estaba bien porque yo era el productor. Mariuxi se percató de aquello y lógicamente se enojó. Entonces con sorna dijo “¿ya le vas a contar que eras puta? ¿o quieres que yo se lo cuente al jefe?
Automáticamente me quedé con una sola tecnocumbiera que era Evelyn, porque las otras dos se arrastraron de los pelos dos cuadras hasta que les perdimos de vista. Escuchamos un frenazo y un golpe seguido de un alarido en dúo. Luego vimos un jeep verde oliva tratando de huir subiéndose por las veredas de la plaza con una larga mancha de lapiz de labios en el parabrisas.
El flaco con la cámara de video me miraba con rostro indefinible. Mucho más pragmáticos los de las luces empezaron a desmontar lo que habían armado y Evelyn comentó que fue buena idea no haberse ido a cambiar de ropa todavía. Para colmo Evelyn me confesó que solo tenía 16 años y que su mamá no le había dado permiso de trabajar en mi proyecto.
Me puse de pie y caminé hacia una calle repleta de buses y taxis. Nunca la Plaza Grande me pareció tan solitaria, vencida y pequeña. Ni loco trabajaría con esa criatura pues seguro me ganaría un juicio por pervertidor de menores. Desaparecí de aquel lugar reconociendo lo que ahora considero una gran verdad: Los avances en efectivo de las tarjetas de crédito a uno le hacen creer que puede hacer cualquier cosa. Si por mí fuera, no la pago nunca.
Definitivamente el arte no paga. A nadie.
EL VIDEO CLIP (CUENTO TECNOCUMBIERO DE TERROR) EL VIDEO CLIP (CUENTO TECNOCUMBIERO DE TERROR) Reviewed by RLN on 10:35 Rating: 5

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