TENGO UNA DUDA (cuento)



Eran las ocho y diecinueve, la madrugada había llegado mucho antes. Estaba cansado, pero satisfecho porque todavía parecían quedar algunos momentos vitales y yo estaba decidido a respirar.
Iba para el tercer día en aquel sitio. Ese viaje –tan largo- tuvo sus cosas interesantes, tanto que a veces dudo de haber sido el protagonista de esos días y noches eufóricos. Un par de veces me soñé caminando por Constantinopla, pero me encontré con Estambul. No estaba mal. Tampoco encontré ninguna dama exótica que quisiera entregarme su amor.  Me gustaron las espadas y los largos cuellos femeninos. Juntos irían mucho mejor. 
Aquella tarde del tercer día, regresé al hotel y escuché a alguien hablando en un castellano muy parecido al mío. Sentí una brisa de alegría pero preferí disimularlo. Miré por el espejo y busqué a la persona que hablaba. Descubrí esas cejas pobladas que tantas veces asomaron en la televisión. Se trataba del cura Robles, el cura que fue acusado de cinco formas distintas de corrupción.
Soy un cobarde en primera instancia y por lo general escucho a mi cobardía. Pero sin pensarlo mucho lo espié por las calles de tierra y asfalto. Fue sencillo hacerlo, el cura Robles entraba a cuanta tienda porno había y en las noches cabareteaba escandalosamente, así que seguirlo fue como seguirme. 
Volvimos casi juntos al hotel y fuimos a dormir cada uno por su lado. Nuestras habitaciones estaban en distintos pisos. Antes, yo hice una escala de algunos minutos en la cocina donde hablé con un cocinero muy fácil de convencer.
A la mañana siguiente, a las ocho y diecinueve, Robles había entrado al comedor en pos del  desayuno y seguramente dispuesto a seguir errando en calles de las zonas más rojas de la ciudad.
El increíble desayuno reventaba las entrañas del cura poco después. El plato consistía en jugo de frutas y un vaso de leche,  junto a la local y famosa placenta con huevos. El tipo estaba arrepentido por haberse dejado vencer por la curiosidad de probar lo más raro de cada sitio al que llegaba. Estaba habituado a casi todo, era un rudo trotamundos, prófugo y pervertido, (creo que si el cabrón no hubiese sido cura, hasta hubiéramos sido amigos) no obstante sintió un recelo premonitorio. El dolor de estómago se volvía insoportable.
Un par de clientes vestidos como mellizos, y que comieron con los guantes puestos, abandonaron la humeante pieza donde servían la comida del hotel construido en madera oscura y brillante. Uno de ellos pagó reclamando al mesero posiblemente por la cuenta excesiva en vista de sus gestos y de la forma en que sacudía la factura, el otro miró impasible el aspecto amoratado y fruncido del cura. Abandonaron el local  hablando entre dientes. Bajaron un par de gradas todavía mojadas por el rocío, hacia una calle  miserable.  Apenas pisaron la calle uno de ellos comentó algo y rieron a carcajadas.
En todo ese lugar  solo queda una persona que supo lo que pasó (la otra soy yo, pero estoy acá en Quito). Fue el cocinero. En Londres los asesinos son los mayordomos y allá los cocineros, y en Quito el que tenga menos plata. O sea igual en todo el planeta. Media hora antes de que el cuerpo de Robles se estrellara de trompa contra el piso, el chef lo miró devorar la inverosímil receta, a través de una ventanita entre el comedor y la cocina.
Con seguridad, en vista de los acontecimientos,  el tipo recordará la forma en que lo abordé la noche anterior. Lo detuve justo cuando salía del hotel para dirigirse a su casa.  Saludamos en inglés, pero nuestros acentos nos delataron El era hondureño y yo ecuatoriano. Pensé que habíamos demasiados latinos salpicados por  el mundo. Fue simpatía a primera vista por lo lejos que estábamos de nuestras vidas reales. Le dije algo así como:
—Aquí se hospeda un hombre solitario, de cejas tupidas, no muy alto, inconfundible, viste de negro, es mi tío, coloca esto en su desayuno —pedí con suavidad.
Era un polvo marrón y fino.
—Su medicina, él siempre olvida tomarla— le expliqué con una sonrisa. — Recibe esto por las molestias.
El chef, enjuto y desdentado, sintió en su palma aceitosa el peso del dinero. A la mañana siguiente siguió mis instrucciones sin chistar. Y desde su  cocina miró el plato casi vacío en la mesa del cura, y con su sombrero redondo entre las manos caminó hacia él para ofrecerle algo más. Pero lo encontró desencajado.
—¡Mi estómago!, —bramó Robles—. ¿Qué mierda tenía el plato que me has dado?
—Nada que sea malo, mi señor, por el contrario, en su desayuno puse la medicina que su sobrino ha dejado para usted la noche de ayer.
—Yo no tengo sobrinos. ¡Estúpido, hijo de puta!
—Era un hombre, señor, lo conocía a usted,  era...
 —¡No quiero saber cómo era! interrumpió violento y adolorido.
Intentó sujetar el hombro del cocinero con su mano derecha, pero los dedos tiesos no le obedecieron. El pánico lo enganchó cuando el esófago se le obstruyó inflamado por el veneno. Cayó al piso de madera oscura y brillante. Su frente sudorosa se estrelló sin defensa contra el suelo, aplastando desvencijados cadáveres de enormes cucarachas. De su nariz empezó a manar un aceite negro que se escurrió entre los maderos hacia una bodega subterránea repleta de ratas y trastes de latón y cobre.
Los  ayudantes y el mesero rodearon el cuerpo. El cocinero metió la mano en el bolsillo del delantal mugroso. Sacó la bolsita transparente con los restos del polvo marrón. Por un instante la sostuvo levantada frente a su cara, pudo ver la luz del sol a través de ella formando pequeños arcoiris. Volvió a guardarla asustado tras la convulsión final del pillastre envenenado.
—¿Estaría podrida la placenta? —inquirió alzando los hombros, sin esperar realmente una respuesta— no se puede hacer nada ya, sáquenlo al callejón, —ordenó con su acento hondureño.
Eran las ocho y cuarenta. 
Al siguiente día  tomé un avión que me separó aún más de Quito. Un sobrecargo sospechoso se la pasó guiñándome el ojo y sirviéndome tragos.
— I know, I know, Jack Daniel’s on the rocks! —decía.
—Great —le contestaba y vaciaba entre mis dientes el vasito de plástico que se opacaba por el hielo. Preferí ir al baño de atrás cuando tuve que hacer pipí  y dormir bien sentado sobre mi trasero cuando tuve sueño.
Llegué al Ecuador luego de varias semanas y jamás di con la noticia de la muerte del cura Robles. Nadie tenía idea. Tal vez en ese lugar la cosa no pasó de ser una anécdota sin rostro ni pasaporte.
A veces pienso que envenené al hijueputa equivocado.
Y así se me diluyó la vocación de justiciero. Ahora soy ermitaño de pizza, Jack Daniel’s y facebook. 
TENGO UNA DUDA (cuento) TENGO UNA DUDA   (cuento) Reviewed by RLN on 11:56 Rating: 5

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