El primer capítulo de "7"





Día uno

       
       Preferiría no volver a matar. Ayer dejé un cuerpo en el piso de un baño. Es posible que a esta hora todavía parezca dormida. Preferiría no volver a hacerlo, pero hay un número que me persigue.
         Lo más sensato que un tipo como yo (o como cualquiera) puede hacer es quedarse en su cama con una botella de Jack Daniel’s y muchas más esperando en algún lugar de su casa. Lo siguiente es bebérselas despacio hasta acabar con ellas y luego lanzarlas. Lan- zarlas contra el televisor mientras alguien piensa en la forma de vengarse de uno.
       Las heridas volverán como las olas, decía yo hace tres años cuando me corté las venas. Y volvieron. No sólo para mí.
        No hay fondo, Íñigo. Hace tres años nací de nuevo, nací en el aire como cagada de gaviota, salí expulsado de un útero que me dejó en el viento, cayendo, cayendo, agitando los brazos al borde del infarto. Al principio, la sensación fue espantosa. En la caída lo terrible es esperar el golpe. Pero no hay fondo Íñigo y no hay golpe. Con el tiempo el vértigo se convierte en una sensación manejable, terminas acostumbrándote a la certeza de que nada te sostendrá jamás.
        Vivo cayendo sin caer y sé que no habrá un final, porque en las vidas que son como la mía y en países que son como el mío, la justicia habita junto a un fondo que nunca es tocado. La justicia debería ser el golpe supremo, el golpe que ponga fin a mis actos. Pero tengo claro que acá el fondo no existe.


            Vivo cayendo sin caer.
          No volveré a salir a la calle, acabo de decidirlo aquí, acostado, mientras me desperezo. Un hombre de esta época puede encerrarse en su casa y vivir en plenitud. Tengo 36 años, recibo mis rentas aquí, tengo teléfono, mujeres que vienen a visitarme como recuerdos o como frenéticos muslos que florecen, y si llamara a un técnico para que arreglara mi computadora, volvería a tener internet.
        Lo he visto todo: Los paisajes, las arquitecturas, las calles, los nevados, los océanos. He visto el mundo desde los Alpes sosteniendo nieve entre las manos, la Gran Muralla China en Discovery Channel y la decapitación de un japonés en Medio Oriente en una página web. No siento la necesidad de amar más ni de llorar más ni de ver más. Quedan contados elementos de este mundo que no estén al alcance, al menos, de mis ojos. Casi nada queda lejos. Y lo que añoro con furia, ha desaparecido.
         Desde hace días despierto con el sonido de palabras extrañas en mi cabeza. Námestí mirú. Námestí mirú. Abrir los ojos al despertar no significa haber despejado la bruma de un cerebro abotagado, cansado de hacer nada, acostado sobre un aburrimiento existencial que empezó mucho antes de decidir encerrarme. Voy a la cocina y recaliento pedazos de pizza en el microondas. Detesto esperar la cuenta regresiva. Me impacienta esperar aunque no tenga demasiada hambre. Me impacienta pese a que esas cuentas regresivas son la prueba de que la vida se está acabando y acojo con alivio esta realidad que se demuestra en números digitales. Dejo el reloj contando hacia atrás, voy a la sala y llevo una botella de Jack a mi cuarto. Llego a la cama y me doy cuenta de que he olvidado los pedazos de pizza. Vuelvo por ellas.


     Mi hogar me cuida y me cobija cálidamente, se ha convertido en mi madre. En el piso superior tengo una terraza que es el lugar desde el que observo lo que me rodea y donde el frío me despierta del letargo. Esta terraza se ha convertido en mi padre.
          La casa todavía mantiene su estructura mixta de adobe y ladrillo, con paredes pintadas con cal y humo, con espacios verdosos por la humedad. Desde la calle, este edificio no llama la atención. Es una casa mimetizada, sin vanidad, que merece ser ignorada. Sería hermosa en la mitad de un prado, sin otras casas que le roben su protagonismo. Tres escalones son necesa- rios para subir hasta la puerta desde la acera. La sala aparece enseguida al entrar y se abre hacia la derecha, sin dejar espacio para un corredor. El piso está forrado de madera, salvo mi habitación que la alfombré hace años. La alfombra suaviza el ambiente pero disfruto caminar sobre las tablas donde mis pasos suenan vitales. La chimenea de piedra tallada asemeja a una boca con gesto de asombro y tiene un tiro profundo, ocupa toda la esquina del fondo derecho occidental del lugar que antes exhibía retratos de gentes muertas. Ya quité los cuadros. Fernando Vallejo me enseñó que para seguir viviendo hay que olvidar lo que más amamos. En la misma planta, hacia la izquierda, está mi dormitorio con techo bastante alto. Tengo dos ventanas hacia el valle, hacia el oriente. Un valle interminable. La Luna aparece en cualquier sitio donde mires. Y a toda hora.
El primer capítulo de "7" El primer capítulo de  "7" Reviewed by RLN on 14:41 Rating: 5

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