A inicios de 1999 fui parte de una delegación de
jóvenes ecuatorianos elegidos para participar en un programa de
confraternización internacional japonés llamado “Ship for the world youth”.
Este programa consistía, en líneas generales, en una
reunión en Tokio de un par de cientos de jóvenes llegados desde varios países
que, junto a un grupo de igual cantidad de japoneses, daríamos una media vuelta
al mundo, surcando el Pacífico sur, por la Polinesia, Tahití, Fiyi, Tonga, islas
Solomón, hasta terminar en Acapulco, luego de haber cruzado cerca de Galápagos.
La verdad es que, pese a la seriedad y solemnidad
japonesa, al igual que muchísimos participantes, yo me pasé en constante y
disciplinada joda. Los mexicanos habían llevado mucho tequila; los venezolanos,
mucho ron; nosotros, mucho Zhumir y algo de Norteño, y los anfitriones, mucho,
pero mucho sake. Pronto descubriríamos que esos licores no eran los únicos que
viajaban como felices polizontes en el crucero.
El barco en el que viajamos por casi dos meses se
llamaba Nippon Marú y era un gigantesco laberinto de nueve pisos, donde todas
las noches se experimentaba algún tipo de farra descontrolada, en cualquiera de
sus incontables espacios. Había una delegación de las islas del reino de Tonga.
Unos gentiles compañeros de viaje de voces maravillosas y una amabilidad que
rayaba en la ingenuidad. Ellos solían reunirse en círculos, sentados alrededor
de una paila grande, con un líquido que luego aprenderíamos se llamaba kava y que más adelante también
entenderíamos que era una bebida obtenida de una raíz fermentada (yo la comparo
mucho con la ayahuasca). Ellos me contaron que la kava servía como tranquilizante, como narcótico y hasta como
anestesia.
Aunque parezca un viaje paradisíaco, al menos para mí,
que a fin de cuentas soy un llamingo ojo gato, el superávit de mar por todos
los costados, durante semanas y semanas, no resultó ser una maravilla idílica.
Hubo tedio, nostalgia, claustrofobia, exceso de ruido, exceso de gente, una
plétora de todo. Una noche en la mitad del Pacífico sur, yo sabía con toda
precisión que se me había metido el diablo. Pero no cualquier diablo de esos
que se despachaban en una noche en el Papillón. Era un diablo mezclado con
Neptuno, con olas saladas, con lluvia creciente, con ira, con tetas esquivas,
con sangre de destrucción. Un apocalipsis particular.
Todos los pisos del Nippon Marú me parecían cárceles,
todos los rostros ajenos, todos los días, una mentira y las noches, mentiras
sin luz. Y esa fue una noche con el gentil auspicio de la muerte y el agobio.
Un flamante amigo japonés me regaló un litro de sake y
bebiéndolo empecé a buscar el camino de salida de ese monstruo de acero flotante.
Las caras no se hicieron más amables, y el sake se fue acabando. Sentí mi
familiar alergia aparecer a modo de comezón y ronchas rojas en la piel y sin
pensarlo mucho saqué una Clarityne de mi billetera y la tragué con un bocado de
sake. Deambulaba y, desde donde se podía, observaba un mar que empezaba a
crisparse y al que yo pedía acabase en una gran caída como en las mitologías
antiguas. Hacía un calor infernal. Una humedad pegajosa y molesta. Recuerdo mis
pies desnudos moviéndose y evitando golpearse contra las láminas de aluminio
que sujetaban la alfombra. Nos habían prohibido andar descalzos. Y el barco
empezó a moverse un poco más de lo usual, mientras las ventanas se iban mojando
con un aguacero que más tarde se graduó de tormenta.
Anduve un largo rato hasta terminarme el litro de
sake. Creo que un poco lo compartí con alguien, y sé que un pana quiteño y muy
querido me miró a los ojos y me imploró serenidad. No pude hacerle caso. Ya
entrada la noche y muy borracho, di con una reunión de estos compañeros
bebedores de kava. Sentí una mano
gruesa y seca que me sujetaba de la muñeca y me invitaba a sentarme junto a
ellos. Bebí de un coco partido por la mitad varias veces. La kava, recuerdo, tenía sabor a vacío y
arena.
Me fui de ese grupo en algún momento. Aún conservo
borrosos recuerdos de sus caras a mi alrededor e indiferentes a mí. Ellos
estaban contentos. Yo me sentía destruido.
Lo siguiente es un espacio en blanco después del cual tomé
conciencia bajo un aguacero fortísimo, en un balcón de hierro que daba a las
turbinas ruidosas. En la mano una botella de Norteño golpeaba las barandas
blancas. El océano estaba emputado, lidiando con su propio diablo. A veces
parece que el mar te pide que lo mates. Nadie aparecía por las cubiertas del
barco, luego supe que habían prohibido salir a todos a causa de la tormenta.
Yo ya no quería seguir navegando. Bebía a pico el Norteño
y me repetía el deseo de bajarme de una buena vez. Hacia mi izquierda y abajo,
la blanca espuma que dejaban las turbinas podía verse más de cien o doscientos metros
y luego el agua volvía a ser negra. La huella que el barco dejaba era enorme y
fugaz. La vida es como una huella de barco, pensé. Más por lo fugaz que por lo
enorme, pensé a minuto seguido.
El viento desafinaba y mugía enardecido. Entonces, en
un giro trágico cómico, se me ocurrió ser el
Lieutenant Dan, el amigo-enemigo de Forrest Gump, quien trepado en el
mástil de su pesquero de camarones insultaba a dios, en la mitad de una
tormenta que no logró matarlo. Y eso hice, con botella de Norteño en mano, sake
en la sangre y kava en el cerebro,
armé mi propio griterío y herejía que nadie escuchó a causa del clima tan
espectacular que nos atacaba. Tragué viento huracanado como cuando de niño
abría la boca desde la ventana del auto en la carretera.
Me desperté con el cuerpo enredado en las barandas
blancas, con pernos incrustados en la piel, me había dormido como un trapo
colgado y el sol me secaba como ropa recién lavada. Y me desperté con el chuchaqui más tenebroso de mi vida. Con un
dolor indescriptible en la cabeza, en los brazos, en la espalda. Parecía que
todas mis vilipendiadas células gritaban como alma en pena, como esos
condenados al fuego eterno del cuadro de la iglesia de La Compañía. Me mantuve
al menos una hora soportando el castigo sentado, abrazado a mis rodillas. Y
milagrosamente el dolor fue remitiendo. Esa madrugada fui un ave fénix
auténtica, resucité de todos los males anímicos gracias a una resaca
inconmensurable y a la postre redentora. A partir de ese día, disfruté mejor el
encierro enorme, rodeado de gente y océano.
El diablo aberrante de esa noche tiene prohibido
acercárseme a menos de cien metros. Los chuchaquis
ahora ocurren uno por año y duran tres días y no forman parte de mi
cotidianidad. Pero esa resaca la llevo en la memoria como una herida de bala de
una guerra de la que regresé caminando con una maleta celeste al hombro.
MI PEOR CHUCHAQUI
Reviewed by RLN
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