Desde
hace días escucho un hermoso disco de tangos que ha grabado mi viejo. Pero hoy
conduciendo el auto hacia mi oficina una cadena de recuerdos se han
desbordado en mi interior. La memoria
es, usualmente, un represa de lágrimas.
En
la sala de su casa, tratábamos de cantar
tangos con mi mejor amigo cuando teníamos veinte años. ¿Porqué cantábamos
tangos? No lo sé, pero habiendo tantas otras cosas que podíamos hacer mal, nos
entregábamos al ron con cola, a una guitarra maltratada y a tratar de cantar
tangos. Ni siquiera estábamos
enamorados, como para justificar la autoflagelación. Probablemente lo mejor que tiene la juventud
es que no les hace falta a las cosas hacer sentido.
Lo
inaudito es que su padre nos miraba sonriendo. Se juntaba a nuestras reuniones
por unos momentos. Escuchaba un par de intentos sin jamás mostrar molestia. Yo
creo que era feliz de vernos ahí haciendo lo que hacíamos. Hasta nos pedía que
cantáramos algún tango en particular, como Nostalgias, por ejemplo. Se tornaba por unos minutos en nuestro único y
fiel fanático. Así nos pasamos las
noches, sentados en el sofá blanco de su sala,
hasta que esas noches se hicieron años. Las notas maltrechas junto a nuestras
voces que nunca lograron el compás tanguero se diluyeron en el viento hasta
desaparecer.
Solo
una vez se enojó conmigo. Cuando llegamos borrachos y rotos la cara su hijo y yo a la casa de playa que él había alquilado
para vacacionar unos días. Sin embargo
más se enojó cuando un tercer amigo apareció sano y salvo. “!Y usted por qué no
está hecho nada?!” Le increpó. Después se ocupó de comprar una vacuna contra el
tétanos porque me habían cortado la cara con una navaja. Y un día más tarde se
reía con nosotros escuchando la historia de la paliza.
Tengo
algunas fotos suyas, sonriendo en nuestra graduación del colegio, sonriendo en
mi graduación de abogado. Sonriendo en mi matrimonio. Su sonrisa era un horizonte sincero. Mientras escribo esto recuerdo que mi viejo
me comentó, luego de mi coctel de graduación (hace 16 años), que había notado
la sincera felicidad de Cristóbal por mi grado. Era un hombre especialmente
generoso conmigo.
Me
dio mi primer trabajo, en el cual traté de vender productos odontológicos a los
dentistas del sur de Quito. Me fue muy mal. Él se limitó a reír al saber que me había perdido en esas calles repletas de curvas con subidas y
bajas laberínticas y con muy pocos consultorios dentales. Me reembolsó los diez mil sucres que había gastado en gasolina. Suelo recordarlo cuando estoy por el sur de Quito, por
supuesto.
Me
llevó a conocer una finca para pedirme una opinión antes de comprarla, y me
acuerdo de él todos los días al conducir por la carretera que atraviesa ese
sector. En las reuniones donde coincidíamos brindábamos y conversábamos de
cualquier cosa. Tenía una risa que se escuchaba en todo el salón. Era tan
gentil y amoroso con mi esposa. Siempre
un caballero.
Hoy, en
el tráfico, cerré las ventanas del auto para atrapar un tango que me ha
dejado llorando.
Para
lo que pueda servir desde acá, en el fugaz tiempo de los que aún caminamos por la
tierra, quiero decirle Cristóbal que usted vive aquí adentro de una manera poco común
en este mundo que merece ingratitud. Lo
llevo conmigo como lo que fue para mí que es tanto: Un tango y una sonrisa.
UN TANGO Y UNA SONRISA
Reviewed by RLN
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7:58
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