Las personas sufrimos de una fea debilidad por aferrarnos a la verdad que
nos haga sentir cómodos. De cualquier verdad nos sujetamos, como a cualquier
raíz nos aferraríamos si un río nos arrastrase en la mitad de una noche de
tormenta. Qué cómodo es finalmente definirte por algo. Qué incómodo vivir en la
búsqueda.
Concedo que la vida es una corriente que nos lleva, que no nos permite ver
el fondo, ni pisar sobre tierra firme. Y así los humanos armamos una lista de cosas en las cuales “creemos” como si
se tratara de un baúl de herramientas y armas para cuidarnos de todo mal y
vacío. Cualquier cosa le ha servido a la
humanidad para soportar el pánico.
Que la tierra era plana, que las mujeres luego de dar a luz debía
permanecer semanas sin bañarse y comiendo ingentes cantidades de gallina para
que no falte la leche. Que el socialismo es el paraíso, que el capitalismo es
la salvación. Que aquí había un imperio de los Shyris, que Abdón Calderón murió
con la bandera en los dientes. Es archifamosa la historia de Galileo Galilei
que por poco fue quemado y luego condenado a vivir recluso de por vida en su
propia casa por haber dicho que la Tierra era la que giraba alrededor del sol.
Que hubo una época (hasta el siglo VI) en que la TRISTEZA era el octavo pecado
capital.
La verdad es usualmente la idea de un tercero con mayor poder. Para ejemplo de esto, vale recordar la idea sagrada
del purgatorio, que era una especie de centro de detención provisional de las
almas que no descendieron al infierno, pero que tampoco clasificaron al
paraíso. El purgatorio fue desarrollado en algunos concilios pero especialmente
en el de Trento entre 1545 y 1563. Así
transcurrieron siglos de una “VERDAD” que muchos tenían como tal (y seguramente
condenaban a quienes creían en algo
diferente) hasta que en el concilio
Vaticano II entre 1962 y 1965, la idea se reformuló de ser un “lugar”, a ser “una condición de vida”. Igual situación la estamos viviendo en estos
días cuando el actual Papa nos comenta que el matrimonio de los sacerdotes no ha sido un dogma, sino
una opción de vida. Y así los ejemplos
de “verdades” intocables pueden llenar miles de libros.
Lo que damos por cierto,
usualmente fue sembrado en nuestras cabezas por algún PODER. En la genial serie
de televisión “Juego de Tronos”, la
reina Cercei le dice a su hijo, el
futuro rey Joffrey, algo que es tan cierto que duele: “Algún día te sentarás en
ese trono y la verdad será la que tú hagas”.
La verdad también podría
ser sencillamente lo único que conocemos. La ciencia y la investigación no
aportan verdades sino teorías que permanecen vigentes hasta que alguien las
contradice con mejor evidencia. Pero basta con saber que ciertas certezas a las
que hemos elevado a la condición de inamovibles podrían cambiar gracias al
intelecto de otra persona, como para asumir una actitud diferente hacia ellas. Las
cosas pueden cambiar. No puede ser que nos volvamos locos o sintamos que el
piso ha desaparecido de nuestras plantas y nos arrastra el río cuando algo en
lo que creemos se transforma o se deroga. Y en este grupo incluyo a las
tradiciones, por cierto.
Al parecer fue Mark
Twain quien dijo: “¿Morir por mis ideas?
¡Jamás! Podría estar equivocado”. Yo me
sumo a esta proclama. Y así como Twain, notarán ustedes que todos los genios a los que admiramos y
tratamos de emular, encontraron su propia verdad (o teoría) y eso nos
corresponde hacer a todos, en lugar de convertir en dogma lo que otros no san
dicho. El miedo nos hace fieles. El
miedo al cambio nos roba la capacidad de dudar. No hace odiar al que se aferró
a otras raíces; por un momento podemos sujetarnos de una en la desesperación,
pero debemos recordar que no es la única. Ni la última, ni la más fuerte.
LA RAIZ DEL MIEDO
Reviewed by RLN
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9:23
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