Me abstengo de hacer una apología calculada sobre mis épicas hazañas juveniles, donde no hubo dragón que me hiciera correr, ni curva en la cual disminuir la velocidad, ni mujer guapa en la discoteca a la cual no me acerqué para preguntarle si quería bailar. Aunque creo que alguna vez si corrí, en más de una curva terminé estrellado y no faltó la asexuada discriminadora que me dijo que no bailaba porque le dolía el estómago para cinco minutos más tarde aparecer en la pista bailando con toda salud.
Si debo, por el
contrario, contarles algunos episodios donde ya pasados los 35 años el pánico
hizo presa de este cuerpo latino y flojo al punto de paralizarlo
vergonzosamente.
Tengo mi amigo, cuasi
hermano, compadre y buen mal ejemplo llamado Patricio. Él siempre fue (entre
otras cosas divertidas e interesantes) un hombre de motocicletas. Ya
habíamos compartido motores de 600 cilindros a toda madre por las calles de un
Quito noventero que se negaba a convertirse en la desordenada y caótica maraña
de barrios que es ahora. Él iba por los 23 y yo por los 20 años. La continuación de la avenida Granados -que hoy es la Simón Bolívar- era una pista tan vacía y abandonada que ni la muerte aparecía por ahí. Pero nuestra historia con las
motos tendría un epílogo distinto varios años después.
Lo cierto es que un
día de nuestra madurez a la que llegamos vivos por la gracia del dios de los
borrachos, el Pato me regaló una moto porque se había comprado
otra y estaba sin compañero de rutas. Y así, cierto día me convenció de ir
a su casa en el valle y subir a Quito. Dejé mi auto y subimos un viernes
a tratar de hacer un día normal de trabajo. Transcurrieron la mañana y la tarde de
forma tranquila. Pero cuando llegaba la noche al bajar al valle, trepado en la
moto, con mi amigo en la suya como una pareja de duros jinetes del asfalto,
empecé a engarrotarme y a sudar frío. Sentía que me faltaba el aire
dentro del casco, abrí la ventanita esa que tienen y me hice a la derecha lo
más rápido que pude. Frené trabajosamente, los autos pasaban junto a
mi con algunos conductores colgándose del pito, y yo veía a mis hijos llorando
en mi velorio. Varios metros adelante el Pato me miraba, gesticulaba y trataba
de entender qué pasaba.
Conseguí echar a
andar la moto y llegué finalmente a su casa luego de una hora miserable donde
este pánico paralizante se repitió una vez más. Arribé a
su estacionamiento, le expliqué a mi generoso amigo lo ocurrido y las
sensaciones que me atacaron. Le dije que no podría aceptar su amable regalo. Él
me miró con ojos comprensivos y cariñosamente me dijo: “¡Pajarraco
maricón!”. Siendo que entre nosotros nos puteamos con dulzura,
nos dimos un abrazo, me fui a mi casa en la seguridad de las cuatro ruedas de
mi auto. A veces él recuerda ese episodio y se burla de mi cobardía.
Para quienes no
sepan, el volcán Pichincha que abraza a Quito desde el oeste, es como Jennifer
Lopez: lo mejor está atrás. Dos valles hermosos llamados Lloa y Nono
son el espacio vacío de la montaña donde podría estar una ciudad gemela (mucho
más pequeña) a Quito. Pero por fortuna no está. Te paras en el caserío de Lloa
–en el sur- o en el caserío de Nono –al norte- y observas el volcán
y con un poco de deseo y concentración te olvidas que atrás de esa
mole está una ciudad que no es consciente de que si el Pichincha lo quiere, la
borra. Hace poco estuve en Nono mirando las laderas repletas de árboles atrás
del río. A las tres de la tarde se cubren de niebla que baja como una avalancha
de nieve. A los cinco años me acostumbré a mirar esas nubes que descienden
humildes para tocar a los mortales. Cuando baja la neblina siento que me
visitan mis ancestros.
Un día llevé a mi
familia de paseo desde Quito hacia Nono. Subimos por una vía que se conecta
desde la avenida Occidental y trepamos las faldas del Pichincha mirando cada
vez más apartada una ciudad que –como la mayoría- se ve mejor desde
lejos. Cuando coronamos y empezamos a bajar y los precipicios
aparecieron a mi derecha, otra vez me dio la garrotera como al Chavo. ¡Qué cosa
tenebrosa!, qué tembladera, qué sudor frío como niebla en la espalda. Y
mi pobre esposa mirándome confundidísima y sintiendo que estaba casada con un teletubbie. Mis
hijos no supieron lo que sucedía. Creo que cuando alguno me preguntó qué me
pasaba le dije que me dolía la espalda. Conseguimos llegar al
pueblito de Nono aunque más de una vez estuve cerca de llevarlos al vacío
porque no era capaz ni de torcer el volante del carro cuando asomaban las
curvas. Especialmente las curvas hacia la izquierda que despejaban la vista
para mirar las más profundas caídas a mi derecha. En Nono el miedo desapareció como si nunca me hubiera visitado. Paseamos unos minutos,
respiramos en la nuca fría del volcán Pichincha y tomamos otro camino de
retorno a Quito. Uno mucho más largo, pero sin vacíos.
No les hago perder
más tiempo, solo les digo que este pánico me asaltó nuevamente y de forma idéntica en otro paseo por Imbabura, la provincia
que limita al norte de la nuestra que se llama Pichincha, como mi amigo el
volcán piadoso y paciente. No estoy seguro de que estos evidentes ataques de pánico no sean el inicio de mi reconocimiento consciente de mi convivencia con el miedo.
He querido saber dónde se quedó mi valentía, o al menos cómo superar el pánico que a veces me llueve tenebroso. Intelectual
del siglo XXI que soy, he consultado prolijamente sobre el miedo en www.wikipedia.org
y esto es lo que dice: “Desde el punto de vista neurológico es una forma común de
organización del cerebro primario de los seres
vivos, y esencialmente consiste en la activación de la amígdala, situada en el lóbulo
temporal. Desde el punto de vista psicológico, es un estado afectivo,
emocional, necesario para la correcta adaptación del organismo al medio, que
provoca angustia y ansiedad en la persona, ya que la persona puede sentir miedo
sin que parezca existir un motivo claro…”
Además de esta
explicación científica, yo tengo un aporte mucho menos dos punto
cero para entender dónde quedó mi valentía: el trago.
Si para Supermán el
sol amarillo fue la causa de sus súper poderes, la razón por la cual yo no
vivía como el tímido y tembloroso Clark Kent fue el trago. Es algo de lo que no
me siento orgulloso, pero borracho me sentía valiente y todas mis inseguridades
e incluso la falta de ritmo al bailar las pude ahogar en alcohol. También el
trago tiene esa virtud que en palabras atribuidas a Groucho Marx se definen
así: “Bebo para volver interesantes a las otras personas”. Esto tiene sentido: en aquellos días media botella en la sangre de norteño, trópico, ron, o Jack Daniels, convertía en sexis ninfas del bosque a las más feas, en soles iluminados a las más brutas y a mi en un irresistible rock star.
El licor funcionó
eficientemente hasta que mi vida de padre de familia fue incompatible con esto
de andar tomando. No tengo otra opción
que enfrentar sobrio la vida y su parte más dura que empieza cuando asumes
responsabilidades. Años me ha costado conseguir algo de
ritmo al bailar haciéndolo con un vaso de agua en la mano. Cuando me
desconcentro se me conflictúan las patas. Debo ser el único ecuatoriano a quien
su esposa le exige tomar hasta volverse simpático.
Por más de una década
no he utilizado el licor como forma de evasión y el resultado de vivir sobrio
fue llenarme de miedos que se volvieron enormes. No exagero, en 1993 en la
Facultad de Jurisprudencia alguien en un pasquín escribió sobre mi: “Caminas
con tanta seguridad, que tal vez algún día sea verdad”. Tuvo razón quien sea
que haya sido el (la) conchudo (a). He sido siempre un miedoso de mierda. Y me
ha tomado cuarenta años con sus días y sus noches reconocerlo, y un poco más
de dos horas, auto convencerme de que esto de ser miedoso podría ser algo incluso meritorio.
Usualmente sentí
temor, pero más vergüenza sentía de huir. Hoy creo que es al revés, el miedo
aparece en mi vida y yo lo acojo como una advertencia. Ya no soy el dueño de mi
presente ni de mi futuro, los días en que fui tan temerario de traer hijos a
este mundo, perdí el derecho a ser temerario. Esto es lo que siento ahora. Cuando me di cuenta de haber perdido mi opción a morir bajo mis condiciones me
agarró una depresión profunda. Esa tarde la recuerdo con claridad (y
por meses sentí una gruesa nostalgia por mi libertad perdida), sin
embargo, ya no echo en falta la falsa piel “valerosa” que
dejé tirada en una calle adoquinada muy cerca del río Machángara.
No se a qué edad fue que dejé de soñar en ser Rambo y empecé a tener pánico de ser el hombre
dibujado en tiza blanca en algún piso. No creo que se trate de una histeria
individual producida por la histeria colectiva de los años de violencia y
delincuencia que constituyen el presente, a fin de cuentas a mí peores cosas me
pasaron en los años noventas que en la actualidad.
La velocidad me
produce vértigo, las alturas mucho más. Cada vez soy
menos rápido en sacar la tarjeta de crédito y ahora ante las deudas soy más
prudente que el mismísimo comité de crédito de mi banco que de por si ya es muy
desconfiado (siempre me graban las llamadas, "por mi seguridad").
Creo que ya he dicho
que los cuarenta son una edad pérfida porque no tienes ni la fuerza juvenil ni
a sabiduría del anciano, todo esto integrado al miedo que, como la grasa, ha
vencido la resistencia de los músculos y del organismo. Los cuarentas me colocan en un estado
paralizante que consigo superar solo intermitentemente. Según mis propias
estadísticas, acaso dos días a la semana consigo reaccionar ante el cosmos y
ponerme en movimiento, no tanto físico, como emocional e intelectual.
Cuando he conversado
sobre la puerca crisis de los cuarenta con varios amigos, muchos y muchas me
han sugerido procurarme emociones fuertes, vivir cosas que nunca he vivido,
“lánzate en paracaídas” me dijo un descriteriado corresponsal del diablo al que
no pude hacerle entender que lo que menos quiero en mi vida son emociones
fuertes, ni peor aún grandes dosis de adrenalina. Yo quiero vivir sentadito en
una banca bajo un árbol leyendo cosas emocionantes que les ocurran a señores
valerosos que si se mueren no dejarán huérfanos a mis hijos, ni viuda a mi mujer.
Ni a mis viejos llorando para siempre.
MIEDO
Reviewed by RLN
on
15:26
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