¿Dónde estaban los bárbaros?

Ocurre que uno va por el internet, navegando con ilusión y una sonrisa, con fotos del sol pegándote en la cara y videos del mar arrullándote cuando de pronto te llega un link de un artículo, como el que leí hace unos días, en el cual una señorita se preguntaba: “¿Dónde estaban los bárbaros que tenía que ver en la plaza de toros?”

Su artículo más o menos nos explicaba que no había ido a una corrida de toros porque había oído y leído cosas horrorosas de las personas que acuden a la plaza y, cargada de todo ese malsano prejuicio, pues se había perdido de una cosa hermosa, con señores ataviados de oro, muy valerosos, y aplaudidos por gente que para su sorpresa resultó muy linda. “Que fácil caemos en juzgar al otro desde su hacer, que fácil calificamos brutalmente a aquellos que creen en cosas diferentes o disfrutan de cosas distintas, que fácil hacer juicios de valor sin la valentía de escuchar al otro…”, sostenía, no desprovista de sentido, pero desnuda de contexto.

Me dio pereza entrar a comentarlo en las redes, la verdad, porque el discurso antropocéntrico no me estimula charla alguna.

Pero diosito, que es un sarcástico hijodeputa, suele poner a funcionar a sus bestias inmundas de las maneras más útiles para desbaratar la propia brutalidad humana.  Y pese a que suele demorarse, esta vez fue cuestión de dos días para que nos llegara desde una playa argentina la noticia de docenas de bañistas que por sacarse una selfie con un tierno delfín atrapado, lo tuvieron fuera del agua, de mano en mano y de foto en foto hasta que murió. Lo tiraron a la arena y se acabó la alegría.

Entonces me agarró una especie de delirio a lo Nerón, y quise ver las llamas devorando el planeta, y a falta de arpa, deseé escribir en mi laptop un romántico artículo preguntándome dónde están los bárbaros de esa playa. ¿Dónde?, si la verdad es que eran niños con las caritas rojas del sol alegre y salpicados de arena blanca; y mujeres en trajes de baño tan seguras de sus cuerpos y bronceados, y hombres valerosos de brazos peludos, dispuestos a reventar a puñetes a los padres del delfín si osaran llegar a rescatarlo. Y quise escribir también que sería cuestión de un poco de constancia para hacer de esta playa argentina un sitio turístico donde todos los años se pasearía un delfín joven de mano en mano hasta matarlo, y en lugar de aplausos serían fotos, y a cambio de trajes de luces, serían bikinis y calzoncillos. “El Delfín Florón” podría titularse la fiesta, que de paso podría consagrarse a alguna virgen o a algún cristo. Sería cuestión de pocos años para que esa tradición se convirtiera en parte de la cultura y vida económica de esa zona.  Y, no faltaba más, si algún tipo raro de esos que defienden a los delfines (o cualquier de aquellos que con esta noticia sintió que la humanidad había caído otros cien metros en su pozo de mierda), se apareciera a reclamar por tal atrocidad, pues sería tildado de jipi, vago y progre mugroso. Y se le recomendaría leer el artículo de la señorita que se quedó sin encontrar a los bárbaros en la plaza de toros.

Yo, que algo de experiencia tengo en estos temas, primero le gritaría al jipi que no joda porque igual se come la carne de los pollos y las vacas, y luego le agregaría –para fulminarlo con mi lógica de tres toneladas- que el delfín nació para eso, que ya fue feliz en el mar y que no sufrió porque con la adrenalina de verse arrancado de su hábitat para ser paseado como un verdadero ídolo (qué honor para el delfín, no jodamos), nunca sufrió dolor ni miedo alguno.

Tengo en mi cabeza incrustadas las fotos del delfín y de docenas de toros torturados. Y junto a esos espacios de mi cerebro llevo clavadas las frases que se repiten como ecos por ahí: “respeta mis gustos”, “si no te gusta, no mires o no vayas”. Me dirán que estoy comparando “fiestas” diferentes, cuando  la verdad es que entre el delfín y el toro no hay diferencia: una persona decidió su destino porque se creyó en tal derecho. Difieren únicamente  en que aquello del toro acuchillado nos tiene más acostumbrados porque la “fiesta” empezó siglos atrás. No hay más distinción. Hay muerte, tortura, abuso, turba y ceguera. La una barbarie  ha ocurrido por primera vez, y la otra no.

Hay en estos hechos (y miles más) pensamiento antropocéntrico puro y duro. Es el tipo de reflexión que nos hace decidir qué animal merece qué cosa, cuándo y cómo. Es la equivocada percepción de que si la adornamos con ropajes brillantes y poemas bien logrados, la brutalidad es un arte. No sería un asunto de gustos y tradiciones si hiciéramos el esfuerzo por equiparar al delfín y al toro para lidia. En otras palabras, si la empatía fuese igual para ambos.

“Que fácil caemos en juzgar al otro desde su hacer, que fácil calificamos brutalmente a aquellos que creen en cosas diferentes o disfrutan de cosas distintas, que fácil hacer juicios de valor sin la valentía de escuchar al otro…”. Si la articulista hubiese incluido a los animales en el concepto “el otro”,  este párrafo nos elevaría como humanidad. Pero se quedó en el ser humano y justifica con algo de elegancia el abuso sanguinario y cruento.  “Disfrutan cosas distintas”, claro, tan distintas como tomarse selfies con un bebé delfín hasta matarlo. ¿Se ve lo que yo veo? 

Por si lo parece, no estoy escribiendo en contra de los “bárbaros”, pues no creo que los son todos los que gritan ¡ole! (quiero y quiero con el alma a muchos de ellos); ni siquiera escribo contra  los imbéciles de esa playa, cualquiera de esos seguro es mejor persona que yo en líneas generales. Hablo a favor de los animales. No me voy en contra de tus gustos, me voy a favor de esos seres y su derecho a no ser asesinados por mero placer humano, y si eso nos enfrenta, pues lo siento.


No eres tú, ni soy yo. Son ellos. Ellos si encontraron a los bárbaros.
¿Dónde estaban los bárbaros? ¿Dónde estaban los bárbaros? Reviewed by RLN on 19:51 Rating: 5

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