Mirando hacia el techo



Ya tengo 46 años de transitar por este planeta. Me he fijado y sorprendido con muchísimos paisajes y horizontes en todas las horas posibles. Pero la primera vez que vi, que real y profundamente vi el cielo del atardecer fue a los 30. Íbamos en el auto con mi esposa, subimos por el puente de la avenida República sobre la 10 de Agosto, y al fondo el Pichincha aparecía como una mole negra dibujada nítidamente sobre un azul oscuro que me tomó de sorpresa. El del cielo era un azul casi negro, o un color negro invadido por la nostalgia, podríamos decir.  A partir de esa tarde rara vez el cielo me ha sido indiferente, en especial, a esa hora en que la noche todavía no se lleva toda el alma del día. Es extraño y normal cuánto uno puede demorarse en descubrir ciertas cosas que han estado siempre. Pero cuando el descubrimiento llega, y presenciamos el instante en que algo cambia dentro de nuestra forma de ver el mundo, la existencia mejora. Es un don de la vida estar en la capacidad de sentir caer ese rayo dentro de nuestra propia mente. No obstante, me pregunto y a veces me increpo, sobre el porqué de este tipo de demoras ante lo obvio. ¿Qué tanto nos importa la realidad? ¿Cuán ajenos podemos mantenernos de las evidencias? 

Se bien que en todo esto del cielo y sus colores puedo refugiarme en la subjetividad de la estética, pero hay  olvidos que no se resuelven en el campo del gusto.




Tenía unos 11 años cuando nació un cachorro de Gran Danés y mi padre me lo regaló. Tengo una foto sosteniéndolo en mi mano. Le bauticé Douglas McArthur.  Le hice grabar una placa. Le forré el piso de su casa de madera con esponja para que no se le hicieran callos enormes en los codos. Le enseñé varios trucos y caminábamos por las calles, asustando a las personas pues creció tanto que parecía un ternero. A veces le daba alergia y la panza blanca se le ponía roja.  Ese perro enorme y apacible confiaba en mí. Tengo una foto jugando en la hacienda. Y a los 16 me aburrí de tenerlo y lo vendí.  Acompañé al nuevo dueño por algunas cuadras, hasta que me detuve y Douglas regresó a mirarme llevado de la correa por una mano ajena. Algunas veces mientras se alejaba torció el cuello para observarme confundido.  Yo no vi lo que estaba haciéndole.  No lo entendí. No estuve presente en la realidad. Y recién hace tres años, cuando puse a dormir a mi adorado golden “Dante”, me encontré cavando una tumba dentro de toda esa mole negra, sin adornos azules, que había sido mi traición.  Tantas décadas lejos de la realidad. Tantas. En este acto, que de cuando en cuando me persigue como un alma en pena, puedo afirmar que  no hay estética que argumentar como atenuante. 

Mi primer contacto con la empatía hacia un animal silvestre, más que una enseñanza consciente, fue una semilla difusa que tardó en germinar.  En la hacienda que teníamos cerca de Latacunga, mis hermanos y yo descubrimos a un ganso salvaje y blanco que volaba solitario dando giros largos por el cielo. Corrí a pedirle a mi papá que lo cazara con la escopeta calibre 12 que tenía. El gigante salió y caminó hasta la mitad de un potrero y se ubicó justo abajo del ave rodeado por sus tres niños admirados y curiosos. Desde donde estábamos, mi taita lograba un eclipse de sol personal.  Apuntó sosteniendo la escopeta con sus gigantescos brazos más anchos que mis piernas. Pasaron unos segundos con el animal en la mira y para nuestra sorpresa, no disparó. Bajó la escopeta, la descargó y susurró: “pobre”. Nos quedamos mirándolo, y aunque él no era de dar explicaciones, si pudimos sospechar que sintió lástima de asesinar a ese lindo animal que nunca más regresó por ahí. 

De todas maneras me pasé la niñez y la juventud presenciando y ayudando sin asco en la muerte de gallinas, pavos navideños, cerdos, borregos, toros de lidia y cuyes. Pero más de 25 años después, este recuerdo ocurrido en la mitad de un potrero, me cambió la dirección de la sangre. Y finalmente entendí sobre lo innecesario que es causar dolor a un ser indefenso por la pura costumbre y entendí que la empatía es una cualidad de la fuerza, no una muestra de debilidad. 

Además crecí en un mundo homofóbico. Y fui parte de él con todas las vergonzosas letras. Hasta me pareció mal que despenalizaran la homosexualidad en 1997. Y no recuerdo el año en que vi en la televisión la serie Will and Grace. Y me hice fan. Pero todavía no vi esa expresión natural que puede ser tan bella como cualquier hora y color del cielo. Hasta que una tarde, ya pasados los 30 leí el Desbarrancadero, de Fernando Vallejo, y en esas páginas que son como un río enloquecido, leí sobre el amor invencible hacia un hermano gay de otro hermano gay. Más adelante aprendí que en la evolución no hay ni dioses, ni propósito, y por lo tanto no puede haber ahí una carga moral pues a nada ni a nadie les “fallas” o “agradas” cuando naces homosexual o heterosexual.  Y pese a que llegué a entender todo esto, luego de algunos años,  un amigo tuvo la necesidad de decirme: no escribas la palabra “maricón” para hablar de cobardía, porque yo soy maricón y no soy cobarde.  Me avergüenza mi demora en comprender, en realmente comprender que el mundo en el que creces no es más que un barrio muy pequeño que parece grande por la mera vanidad, y que los viajes de la mente son más complicados que los del cuerpo.

Me cuestiono la lentitud de reaccionar intelectualmente ante lo evidente. A veces me he creído revolucionario porque traté de adaptar la realidad a mis ideas, cuando lo que necesitaba era adaptar mis ideas a la realidad. 

Me avergüenza la lentitud de mi cerebro en distinguir entre costumbre y evidencia; entre tradición y evidencia; entre comodidad y evidencia. Entre mayoría y verdad. Entre distinto e incorrecto. 

Y en esta disputa donde el confort, el miedo, el ego y hasta el egoísmo se convirtieron en los soldados de mis creencias y perspectivas, se me pasaron demasiados años, se me escapó más de media vida sin ver el cielo cinco minutos antes del anochecer, tan hermoso. Traicioné a mis animales que decía amar y disparé contra otros que nada mal me hicieron. Y rechacé con odio a otros seres humanos por mi miedo y desconocimiento. 

Hay noches sin sueño, ya totalmente negras, en las que pienso mirando hacia el techo y esperando ser arrollado por otra locomotora de realidad, ¿qué otra evidencia estoy pasando por alto, y de lo que me arrepentiré en otros 20 años más?
Mirando hacia el techo Mirando hacia el techo Reviewed by RLN on 20:36 Rating: 5

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